Cada rincón vacío, cada lágrima seca, cada llanto silencioso
danza al compás del mecer del viento. La sal del agua baña sus pieles doradas
bajo la atenta mirada del sol. Las cuatro gotas perdidas de las olas se
estrellan contra los insignificantes dedos de sus pies. Las famélicas manos se
buscan a escondidas. Los ojos de dos amantes se pierden en el horizonte
buscando el insecticida de sus miedos. Ha llegado el momento de decir adiós o
bienvenida.
Es el momento de que tu pelota de fútbol se tope con mis
pies desnudos, de que tu risa embargue mis sentidos tras haber escuchado el
peor chiste de la historia, de que te susurre mi vida en un lamento, de que nuestras
caderas se rocen mientras caminamos intentando guardar la distancia de
seguridad que a ninguna de las dos nos importaría echar abajo a base de
orgasmos, de que el humo de mi cigarro contamine tus pulmones, de montarnos en
un tiovivo de niños, de jugar a ser extrañas, de fundirnos en un primer beso, y
en un segundo, tercero y cuarto como si el tiempo se esfumara en los labios de
la otra. Ha llegado el momento de compartir una puesta de sol, una bañera llena
de patitos y agua hirviendo, una cama, una nevera o el más agasajado de los
cojines del sofá de cuadros.
Es el momento de seguir caminando, es el momento de que nuestros
ojos se despidan en la lejanía, de que el viento arrastre hasta nuestras puertas
el miedo a mirarnos al espejo por no vernos reflejadas en él sin la otra, de escoger la combinación perfecta entre sonrisa y llanto sin llegar a ser una masa sin alma, de temblar como una frágil hoja que siente la llegada inminente del otoño, de olvidar el contacto tan suave y cálido
de una piel de la que conocía cada poro como mi propio nombre. El momento de retroceder en el tiempo y olvidar el haber permitido
que la fina hoja de un cuchillo rasgara la piel de tu pecho, abriéndolo en
canal, una mano se hiciera hueco entre dos costillas y atravesara ese amasijo
de miserias con sólo un suspiro.
Las palabras se atascan en la garganta. Las espinas de cada
súplica se hunden en sus tráqueas. Los pulmones se hacen pequeños mientras el
pavor le gana la batalla al amor. Una vez más ves la sangre brotar de heridas ya
curtidas, pero es entonces cuando te das cuenta de que existes… Sin vivir.
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