Yo, yo misma y mi mala fama

Mi foto
Between the lines.
Impulsos embravecidos como la mar, como un león furioso. Como un toro desbocado, ese corazón bañado en lágrimas amargas que ya nunca volverá a latir con el mismo desacompasado compás. Porque cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.

lunes, 16 de junio de 2014

THE WHISTLER

La muerte siempre estaba presente en los salones que conformaban esa dimensión inalcanzable para el ser humano. No acechaba, no. Vivía allí. De hecho, la muerte era el estado natural. Y ella, en su condición de Diosa, hacía mucho que se había acostumbrado a su constante presencia. Al sabor, al olor y al sonido de la muerte. Porque todo ser mortal acababa muriendo. 

Dicho fuera de paso, ella había muerto en dos ocasiones antes de renacer en su estado actual. Aquella primera vez cuando el último suspiro de la chica finalmente los abandonó. Esa pobre chica... Su vida había sido tan breve... Nadie merecía morir a manos de personas que se alimentaban de debilidades y miedos para prolongar sus miserables vidas de forma artificial. 

"Ayúdame", murmuraba con los ojos ensangrentados. "Por favor", bramó su corazón cuando la soga hizo más presión alrededor de su cuello. 

—¿¡Por qué no me ayudas!? —gritó, desesperada, alzando las manos hacia el irremediable movimiento de la cuerda contra su garganta.
—Has sido muy cobarde esta noche, Carrie. —La voz de la Diosa impregnó cada paja de heno, cada molécula de humedad, cada poro de su piel como escarcha—. Has tomado una decisión sin pensar en sus consecuencias.

Ahogando la cobardía en el mar de lava de su corazón, Eika levantó la barbilla hacia el rostro de la muchacha cada vez más rojo. Vislumbró un brillo sinuoso rodar por su mejilla pero fue incapaz de acortar ese mísero metro que las separaba para borrar cualquier rastro de temor e infundirle valor.

—Pronto pasará.

Un leve siseo, un mudo susurro, un tenue murmullo que rezongó sobre sus cabezas rebotando contra las finas paredes de madera de la cuadra.

"Yo no quería hacer esto. Pero no podía más. El miedo de enfrentarme a mi vida ha podido conmigo. Vivir me va grande, ponerle nombre y cara a los problemas nunca se me ha dado bien, y encerrarlos en una botella y lanzarla al mar mucho menos. Diles... Diles que no pude ser fuerte. Diles que lo sean por mí. Diles que lo siento", pugnaron sus cuerdas vocales antes de que finalmente su traquea se aplastara, estallara en mil pedazos y su esfínter, músculos y terminaciones nerviosas cayeran bajo el peso de la cruel gravedad. 

Ella mejor que nadie conocía la sensación de no poder dar marcha atrás. Verte a escasos centímetros de un precipicio sin final. O con él, pero tan lejano, tan brumoso como la nube de agua salada que se alza sobre las olas rotas contra las rocas, en lo más hondo de tu alma. Eika se apartó de la ventana envuelta por un remolino de emociones tan familiares: frialdad, vacío, soledad. Pero mientras observaba la misteriosa neblina rojiza que giraba en el interior de la esfora, sintió una emoción desconocida. 

Clavada en la penumbra de su habitación, Eika deseaba que la muerte de esa chica la enfureciera. La indignara. Pero no sentía nada. Como de costumbre. Solo esa fría y horrible lógica que no conllevaba ninguna emoción. Solo podía observar la vida, no formar parte de ella. El tiempo seguiría su curso, pero nada cambiaría. 

Así eran las cosas. Y así debían seguir. 

Porque en el preciso instante en que alguien, quien fuera, se atreviera a pronunciar su nombre toda el odio que había estado alimentando durante casi diez mil años, caería sobre él. Toda su maldición se estrellaría contra esa espalda maltrecha, hurgaría en sus más profundas cicatrices, se colaría en su interior y pudriría cada órgano lentamente, como las hormigas carnívoras devoran a sus víctimas.

Pero él no sería el único en morir a sus manos. Cerró los ojos y evocó la imagen de otro rostro, otra mirada, otra sonrisa, otra vida... Y tras ella, miles más. 

Eika Samhira había sido creada con un propósito. Eika Samhira había jurado llevarlo a cabo tan pronto como se lo permitieran. Eika Samhira era la muerte, la oscuridad. La más nítida destrucción. Por eso la habían encerrado. 

"Busca siempre la cobardía tras sus actos porque su afán de protagonismo nunca los deja intactos." 

El gruñido más animal conocido desgarró su garganta mientras una de sus manos lanzaban la esfora contra la pared. El antiguo orbe atlante donde se podía vislumbrar el pasado, presente y futuro, estalló en pedazos de polvo volviendo a su sitio inicial sin tan siquiera un rasguño en su cristal. En su mundo, nada era real, nada quebradizo. No sólo le habían prohibido ser libre. También le habían arrebatado el poder de destruir todo cuanto la rozara. Incluida ella misma.

Eika se apartó de su luz instantáneamente. Se escondió en las sombras de la habitación y lloró. Cientos de lágrimas cayeron sobre sus mejillas, cuello y túnica. Se abrazó a sí misma como si eso frenara su pena, su dolor o su encierro. Lloró, gritó y maldijo durante horas perdiéndose, una vez más, en el único mundo donde podía sentir la calidez del sol sobre su piel o la brisa del mar azotando sus cabellos platinos. 

Morfeo la saludó desde el otro lado del puente. Ella se abrazó a sus sueños. 

lunes, 12 de mayo de 2014

NO MORE BREATHING TIME

Cada rincón vacío, cada lágrima seca, cada llanto silencioso danza al compás del mecer del viento. La sal del agua baña sus pieles doradas bajo la atenta mirada del sol. Las cuatro gotas perdidas de las olas se estrellan contra los insignificantes dedos de sus pies. Las famélicas manos se buscan a escondidas. Los ojos de dos amantes se pierden en el horizonte buscando el insecticida de sus miedos. Ha llegado el momento de decir adiós o bienvenida.

Es el momento de que tu pelota de fútbol se tope con mis pies desnudos, de que tu risa embargue mis sentidos tras haber escuchado el peor chiste de la historia, de que te susurre mi vida en un lamento, de que nuestras caderas se rocen mientras caminamos intentando guardar la distancia de seguridad que a ninguna de las dos nos importaría echar abajo a base de orgasmos, de que el humo de mi cigarro contamine tus pulmones, de montarnos en un tiovivo de niños, de jugar a ser extrañas, de fundirnos en un primer beso, y en un segundo, tercero y cuarto como si el tiempo se esfumara en los labios de la otra. Ha llegado el momento de compartir una puesta de sol, una bañera llena de patitos y agua hirviendo, una cama, una nevera o el más agasajado de los cojines del sofá de cuadros.

Es el momento de seguir caminando, es el momento de que nuestros ojos se despidan en la lejanía, de que el viento arrastre hasta nuestras puertas el miedo a mirarnos al espejo por no vernos reflejadas en él sin la otra, de escoger la combinación perfecta entre sonrisa y llanto sin llegar a ser una masa sin alma, de temblar como una frágil hoja que siente la llegada inminente del otoño, de olvidar el contacto tan suave y cálido de una piel de la que conocía cada poro como mi propio nombre. El momento de retroceder en el tiempo y olvidar el haber permitido que la fina hoja de un cuchillo rasgara la piel de tu pecho, abriéndolo en canal, una mano se hiciera hueco entre dos costillas y atravesara ese amasijo de miserias con sólo un suspiro.


Las palabras se atascan en la garganta. Las espinas de cada súplica se hunden en sus tráqueas. Los pulmones se hacen pequeños mientras el pavor le gana la batalla al amor. Una vez más ves la sangre brotar de heridas ya curtidas, pero es entonces cuando te das cuenta de que existes… Sin vivir. 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Mirar y no ver.

Un trozo de papel quemado serpenteó las curvas del cielo hasta sus pies. El metal de las botas acarició con ternura la frase inacabada de lo que podría ser una bonita declaración de amor. Fiona se inclinó para recoger la minuciosa declaración de intenciones por parte del destino. La letra se contorsionaba ante sus ojos al compás de la banda sonora de su vida: dos violines, un chelo y la voz muda de la indolencia. Los músculos de su espalda se tensaron, los párpados superiores cayeron pesados sobre sus hermanos, incapaces de soportar la presión de lo que sus retinas tenían reflejado, y los labios se entreabrieron para inspirar el gélido ambiente de la habitación. Las huellas dactilares de Fiona quedaron grabadas a fuego en ese papel, como si eso pudiera suplir la necesidad asfixiante, la añoranza o la soledad instalada en su pecho desde hacía dos días.

No deberías dejar que el orgullo termine con todo lo que amas, hija”. Su madre se había sido una mujer sabia, con vastos conocimientos en ciencias naturales o lenguas clásicas pero con una gran lista de errores cometidos a su espalda y, por más que ella le aconsejara, intentara dirigir su futuro, Fiona no era nada voluble. Ya desde pequeña mostraba signos de su rebeldía; la cama sin hacer, todas las luces encendidas a su paso, el cepillo de dientes siempre fuera de su sitio, el secador encima del lavabo, cientos de llaves perdidas, aparecer en casa cuando su padre se iba a trabajar, varias denuncias por alteración pública, pelo corto, melena despeinada, ojos corridos y labios rojos. Profundamente rojos. Una Fiona a quien le gustaba pensar su propia vida en tercera persona y en pretérito; le parecía que aquello la hacía menos prosaica de lo que ya era. Solía evitar mirar a personas, animales, cosas y sucesos, prefería, por el contrario, describir todo lo que vivía, como si en realidad estuviese viviendo para otra persona y ella no fuese más que una mera narradora para la que mil palabras valían más que cualquier imagen. 

Nunca había sido una buena compañía. Todos a su alrededor lo sabía y, sin embargo, aquella mañana, ella había cruzado aquella sala. Había decidido, por su cuenta y riesgo, romper aunque a fuera a cabezazos el muro de indiferencia que Fiona había alzado, piedra tras piedra, entre ella y el resto del mundo. La voz de la incoherencia habló, bailó y espantó con maestría sus pensamientos mientras Fiona hacía del papel una bola irreconocible de cenizas. Alzó la cabeza y se limpió la mano al pantalón. No quedaba nada en esa casa que los bomberos no hubiesen sacado a duras penas del lugar. Cuanto antes saliera de allí, antes podría volver a su vida cotidiana, a su eterna estupidez.

El bajo tacón de las botas reventó la madera quemada. La puerta chirrió quejándose por la brutalidad con la que Fiona se deshizo de la última barrera para salir a la calle y fue ese sonido malavenido lo que la hizo pararse. Tomarse unos instantes para posar la barbilla sobre su hombro izquierdo y analizar el resto, los detalles en los que nadie antes había reparado.

Las puertas del hall, que daban a las escaleras principales estaban abiertas. Las miró un momento intentando determinar el porcentaje de personas que las usarían tras la reforma con respecto a todas las que accedieron a la primera planta de la casa antes de que ardiera en llamas. De que no serían pocas estaba segura. Por ellas bajó una brisa muy fría que la hizo tiritar desde los dedos de los pies hasta las malditas pestañas. Fiona sólo pudo entreabrir los ojos cuando esa sensación arrogante terminó.

Entonces, reparó en algo más. Las baldosas del suelo eran grises, del uso, se veían mates en el centro del hall y brillaban en los lados. En el lado brillante de aquellas baldosas tenía ella apoyados los pies, enfundados en sus botas negras. Las botas estaban muy usadas y no hacían un contraste agradable con los pantalones de color azul marino, pero aquella mañana no había sido capaz de encontrar los zapatos azules. Se percató de que aquella mañana no la había tenido a ella a su lado para ayudarla a escoger el conjuntito más adecuado para un entierro o para sonreírle y prometerle, en silencio, que todo iría bien. Ya no volvería a despertarse enredada en su larga melena oscura porque nunca más volvería a compartir su cama con ella, porque ya no necesitaría dormir, ni ver, ni comer, ni sonreír, ni respirar. Sólo complacer a los gusanos que poco a poco se irían cebando con su carne.

Fiona vislumbró unos pies en lo alto de la escalera. Unos pies que, a simple vista, parecían desnudos y, sin embargo, aguzando la vista, pudo comprobar que unos calcetines estampados, rotos en la puntera, y sonrientes, la miraban desde la cumbre de la gloria. Su mandíbula cayó y sus ojos se negaron a cerrarse. Ella estaba allí. Su esposa, el amor de su vida, había vuelto a por ella.

—Trinity… —murmuró su subconsciente, arrastrándola hacia el espectro.
—Otro sedante —murmuró un hombre a su espalda—, está volviendo en sí.


viernes, 30 de agosto de 2013

DEEP INSIDE

"Ser parte del mundo, 
pero nunca en él",
Acheron.


Amanece, un amanecer frío y húmedo propio de finales de febrero, cuando la nieve invernal y la escarcha comienzan a verse sustituidos por el rocío. Pronto llegaría la primavera y, con ella, volverían los días despejados, luminosos, en los que las sombras se retiran ante los primeros rayos del sol. Pero ese día era un amanecer perezoso, de cielo encapotado y sombras arrastrándose entre los árboles, resistiendo los temores a los envites de la luz matinal. Era una mañana extraña en la que los pájaros del bosque parecían haber enmudecido, pues no se les escuchaba su habitual trino. Solo la brisa entre las hojas de los árboles quebraba el silencio, que resultaba amenazador aun con la belleza del paisaje, la cual comenzaba a revelarse conforme desaparecían las sombras y se alzaba la bruma nocturna... Era un lugar de cuento, un bosque a las afueras de una hermosa ciudad, protegida por bellas montañas que todavía mantenían sus cumbres coronadas por la blanca nieve.

Seven se hundió más aún bajo la manta de lana. Nada parecía más atractivo que esa gota de rocío arrastrándose por la superficie helada de la ventana y el cálido aroma a café recién hecho. Mientras todos sus secretos permanecían ocultos en el armario del desván, él seguía apareciendo frente a ella, desconocido de vida robada, un fantasma sin nombre cuyo oscuro pasado a nadie le importaba. «Si quieres que la gente te escuche, no puedes limitarte a darles una palmadita en el hombro, hay que usar un mazo de hierro, sólo entonces se consigue una atención absoluta», le habría dicho él entre caricias sisadas y sonrisas cargadas de sabiduría.

Él. ¿De dónde venía? ¿Quién era? ¿A qué se dedicaba? Las lágrimas de un corazón roto jugando a correr por sus mejillas cayeron brutas sobre su camisón, haciendo competencia a la mismísima tristeza que merodeaba en los ojos de la mujer acechando como un maldito depredador. En los cuentos existen villanos. Pero ni eso era un cuento, ni él…

—¿Lo soy? —siseó una voz profunda desde su espalda.

No respondió, no era necesario. Todas las palabras danzaban graciosas entre ellos.

Un escalofrío la sacudió; recorrió su espalda, la llanura blanquecina de sus hombros colándose bajo la espesura de una melena oscura como la mismísima noche. Seven tragó saliva cuando la mano del espectro se posó sobre su cadera y la obligó a mirarlo a los ojos.  

—La hora ha llegado. —En los cuentos siempre existen villanos, eso era algo que la policía local sabía muy bien cuando descolgaban el teléfono a la primera llamada de la mañana. No sería ni la primera vez ni la última en la que un cazador llamaba con voz desesperada diciendo que su perro había encontrado un cuerpo en el bosque. Las carpetas de casos se amontonaban en el escritorio de la esquina, todos con mismo patrón, todos fruto de algún misterioso ritual, todos sin un culpable, sin una respuesta y sin nadie que reclamara sus cuerpos—. Siempre lo has sabido.

Seven asintió cuando esos labios creados para el pecado acariciaron la curva de su cuello. La muchacha dejó caer la cabeza hacia atrás disfrutando del hormigueo prohibido que sus besos le regalaban. La había visitado cada madrugada, cada anochecer. Nunca se movió de su lado. Le había hecho el amor apasionadamente en todos los rincones del viejo caserón, se habían amado como fieles amantes durante tanto tiempo que le era imposible recordar el día en el cual él apareció. Seven se fundió con el misterio y voló hacia la lascivia esperando a una muerte, una muerte segura. Una muerte que llegaba poco a poco, y perforaba hasta el alma, a través de las costillas. Desgarrando piel, carne y sentimientos hasta dejar al desnudo un vacío negro, negro cómo los orbes apagados que ya nunca volverían a iluminar aquel rostro pálido, cansado e inerte que yacía bajo la manta de lana que su abuela había tejido años atrás.

Era Seven Doherty, la huérfana y solitaria prostituta de las afueras de Maine. Abandonada por sus padres, abandonada por la belleza, olvidada por el cariño o la ternura de una mirada, alejada de todo rastro de humildad. Sangre humana, huesos de animal y el olor a sexo mezclado con el de la muerte aún presente en el ambiente. Susurros en la oscuridad que no se atrevían a ser revelados a la luz del sol. Los policías murmuraban entre ellos mientras una mujer de unos cincuenta años buscaba señales de violación entre los muslos de la joven.

Él apretó los dientes, gruñendo silencioso, desde la cornisa de la ventana del desván. Era suya. Como las otras doce anteriores. Rostros idénticos, miradas perdidas, soledad como estandarte, de sonrisa fácil. El mismo patrón. Todos eran conocedores de su identidad pero todo el mundo miraba para otro lado, todo el mundo callaba y seguía con su rutina ignorando los cuerpos apilados en las fosas comunes de su cementerio porque nadie quería invocar a las sombras que moraban en casa de sus vecinos, nadie quería mirar a la cara al sospechoso y señalarlo.

Todos quieren a alguien que pueden poseer y amar. Alguien que esté ahí para ayudarte a recoger los pedazos cuando todo se desmorona. Seven lo había llamado, esa muchacha había vendido su vida por una miserable noche acompañada. Todo se volvió oscuro cuando quiso más. La satisfacción es peligrosa.

Incluso para el diablo. 

martes, 6 de agosto de 2013

ALL HEARTS WELCOME

Y nos reíamos. Nos reíamos mucho, muchísimo, todos los días, dentro de la cama y fuera, porque también vivíamos juntos fuera de la cama, íbamos al cine, de compras, a dar la vuelta a media tarde sin más propósito que caminar, a tomar copas por las noches en bares de aspecto poco recomendable, tugurios de una ciudad histórica con la música muy alta, las paredes pintadas de negro, una fauna extraña de punkies y modernos en la pista, y alguna esquina oscura y despoblada donde los dos podían besarme a la vez, aplastarse contra mí, dejarse acariciar cada uno por una sola mano hasta que se hacía muy tarde, las cuatro de la mañana, las cinco, y todo el mundo estaba ya tan pasado, tan ciego, que ni siquiera levantaban una ceja cuando salíamos a bailar los tres, para ti, que estás de morros esta nocheDelirio detrás de mí, abrazando mi cintura, que descubres los secretos de tu cuerpoÉxtasis delante, rodeándome el cuello con sus brazos, que sonrojas tu nariz casi queriendo, y yo en medio, moviéndome con los dos, entre los dos, que eres sombra, aprendiz de seductor, al ritmo de esa canción dulce e ingenua, que era tan tonta, y era tan sabia, y era la nuestra. 

martes, 23 de julio de 2013

Historias de motel

Aquella tarde me prometió quedarse a mi lado mientras yo le amaba con todos los cauces de todos los ríos de todo el mundo. Recuerdo que mientras me llenaba la espalda de besos, yo le hablaba de amor, y al tiempo que me pegaba su cuerpo, yo le pedía quedamente al oído que fuera para mí. Nos miramos más tiempo del que hicimos el amor. Yo le apagaba los miedos mientras a ella le bastaba contados segundos encender los más profundos míos. 


Me mintió, huyó, no luchó, no sintió, no escuchó, no vivió.