Un trozo de papel quemado
serpenteó las curvas del cielo hasta sus pies. El metal de las botas acarició
con ternura la frase inacabada de lo que podría ser una bonita declaración de
amor. Fiona se inclinó para recoger la minuciosa declaración de intenciones por
parte del destino. La letra se contorsionaba ante sus ojos al compás de la banda
sonora de su vida: dos violines, un chelo y la voz muda de la indolencia. Los
músculos de su espalda se tensaron, los párpados superiores cayeron pesados sobre
sus hermanos, incapaces de soportar la presión de lo que sus retinas tenían
reflejado, y los labios se entreabrieron para inspirar el gélido ambiente de la
habitación. Las huellas dactilares de Fiona quedaron grabadas a fuego en ese
papel, como si eso pudiera suplir la necesidad asfixiante, la añoranza o la
soledad instalada en su pecho desde hacía dos días.
“No deberías dejar que el orgullo termine con todo lo que amas, hija”.
Su madre se había sido una mujer sabia, con vastos conocimientos en ciencias
naturales o lenguas clásicas pero con una gran lista de errores cometidos a su
espalda y, por más que ella le aconsejara, intentara dirigir su futuro, Fiona
no era nada voluble. Ya desde pequeña mostraba signos de su rebeldía; la cama
sin hacer, todas las luces encendidas a su paso, el cepillo de dientes siempre
fuera de su sitio, el secador encima del lavabo, cientos de llaves perdidas,
aparecer en casa cuando su padre se iba a trabajar, varias denuncias por
alteración pública, pelo corto, melena despeinada, ojos corridos y labios
rojos. Profundamente rojos. Una Fiona a quien le gustaba pensar su propia vida
en tercera persona y en pretérito; le parecía que aquello la hacía menos
prosaica de lo que ya era. Solía evitar mirar a personas, animales, cosas y
sucesos, prefería, por el contrario, describir todo lo que vivía, como si en
realidad estuviese viviendo para otra persona y ella no fuese más que una mera
narradora para la que mil palabras valían más que cualquier imagen.
Nunca había sido una buena
compañía. Todos a su alrededor lo sabía y, sin embargo, aquella mañana, ella
había cruzado aquella sala. Había decidido, por su cuenta y riesgo, romper
aunque a fuera a cabezazos el muro de indiferencia que Fiona había alzado,
piedra tras piedra, entre ella y el resto del mundo. La voz de la incoherencia
habló, bailó y espantó con maestría sus pensamientos mientras Fiona hacía del
papel una bola irreconocible de cenizas. Alzó la cabeza y se limpió la mano al
pantalón. No quedaba nada en esa casa que los bomberos no hubiesen sacado a duras
penas del lugar. Cuanto antes saliera de allí, antes podría volver a su vida cotidiana,
a su eterna estupidez.
El bajo tacón de las botas
reventó la madera quemada. La puerta chirrió quejándose por la brutalidad con la
que Fiona se deshizo de la última barrera para salir a la calle y fue ese
sonido malavenido lo que la hizo pararse. Tomarse unos instantes para posar la
barbilla sobre su hombro izquierdo y analizar el resto, los detalles en los que
nadie antes había reparado.
Las puertas del hall, que
daban a las escaleras principales estaban abiertas. Las miró un momento
intentando determinar el porcentaje de personas que las usarían tras la reforma
con respecto a todas las que accedieron a la primera planta de la casa antes de
que ardiera en llamas. De que no serían pocas estaba segura. Por ellas bajó una
brisa muy fría que la hizo tiritar desde los dedos de los pies hasta las
malditas pestañas. Fiona sólo pudo entreabrir los ojos cuando esa sensación
arrogante terminó.
Entonces, reparó en algo
más. Las baldosas del suelo eran grises, del uso, se veían mates en el centro del
hall y brillaban en los lados. En el lado brillante de aquellas baldosas tenía
ella apoyados los pies, enfundados en sus botas negras. Las botas estaban muy
usadas y no hacían un contraste agradable con los pantalones de color azul
marino, pero aquella mañana no había sido capaz de encontrar los zapatos
azules. Se percató de que aquella mañana no la había tenido a ella a su lado
para ayudarla a escoger el conjuntito más adecuado para un entierro o para
sonreírle y prometerle, en silencio, que todo iría bien. Ya no volvería a
despertarse enredada en su larga melena oscura porque nunca más volvería a
compartir su cama con ella, porque ya no necesitaría dormir, ni ver, ni comer,
ni sonreír, ni respirar. Sólo complacer a los gusanos que poco a poco se irían
cebando con su carne.
Fiona vislumbró unos pies en
lo alto de la escalera. Unos pies que, a simple vista, parecían desnudos y, sin
embargo, aguzando la vista, pudo comprobar que unos calcetines estampados,
rotos en la puntera, y sonrientes, la miraban desde la cumbre de la gloria. Su
mandíbula cayó y sus ojos se negaron a cerrarse. Ella estaba allí. Su esposa,
el amor de su vida, había vuelto a por ella.
—Trinity… —murmuró su
subconsciente, arrastrándola hacia el espectro.
—Otro sedante —murmuró un
hombre a su espalda—, está volviendo en sí.
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