"Ser parte del mundo,
pero nunca en él",
Acheron.
Amanece, un amanecer frío y húmedo propio de finales de
febrero, cuando la nieve invernal y la escarcha comienzan a verse sustituidos
por el rocío. Pronto llegaría la primavera y, con ella, volverían los días
despejados, luminosos, en los que las sombras se retiran ante los primeros
rayos del sol. Pero ese día era un amanecer perezoso, de cielo encapotado y
sombras arrastrándose entre los árboles, resistiendo los temores a los envites
de la luz matinal. Era una mañana extraña en la que los pájaros del bosque
parecían haber enmudecido, pues no se les escuchaba su habitual trino. Solo la
brisa entre las hojas de los árboles quebraba el silencio, que resultaba
amenazador aun con la belleza del paisaje, la cual comenzaba a revelarse
conforme desaparecían las sombras y se alzaba la bruma nocturna... Era un lugar
de cuento, un bosque a las afueras de una hermosa ciudad, protegida por bellas
montañas que todavía mantenían sus cumbres coronadas por la blanca nieve.
Seven se hundió más aún bajo la manta de lana. Nada parecía
más atractivo que esa gota de rocío arrastrándose por la superficie helada de
la ventana y el cálido aroma a café recién hecho. Mientras todos sus secretos
permanecían ocultos en el armario del desván, él seguía apareciendo frente a
ella, desconocido de vida robada, un fantasma sin nombre cuyo oscuro pasado a
nadie le importaba. «Si quieres que la gente te escuche, no puedes limitarte a
darles una palmadita en el hombro, hay que usar un mazo de hierro, sólo
entonces se consigue una atención absoluta», le habría dicho él entre caricias sisadas
y sonrisas cargadas de sabiduría.
Él. ¿De dónde venía? ¿Quién era? ¿A qué se dedicaba? Las
lágrimas de un corazón roto jugando a correr por sus mejillas cayeron brutas
sobre su camisón, haciendo competencia a la mismísima tristeza que merodeaba en
los ojos de la mujer acechando como un maldito depredador. En los cuentos
existen villanos. Pero ni eso era un cuento, ni él…
—¿Lo soy? —siseó una voz profunda desde su espalda.
No respondió, no era necesario. Todas las palabras danzaban
graciosas entre ellos.
Un escalofrío la sacudió; recorrió su espalda, la llanura
blanquecina de sus hombros colándose bajo la espesura de una melena oscura como
la mismísima noche. Seven tragó saliva cuando la mano del espectro se posó
sobre su cadera y la obligó a mirarlo a los ojos.
—La hora ha llegado. —En los cuentos siempre existen
villanos, eso era algo que la policía local sabía muy bien cuando descolgaban
el teléfono a la primera llamada de la mañana. No sería ni la primera vez ni la
última en la que un cazador llamaba con voz desesperada diciendo que su perro
había encontrado un cuerpo en el bosque. Las carpetas de casos se amontonaban
en el escritorio de la esquina, todos con mismo patrón, todos fruto de algún
misterioso ritual, todos sin un culpable, sin una respuesta y sin nadie que
reclamara sus cuerpos—. Siempre lo has sabido.
Seven asintió cuando esos labios creados para el pecado
acariciaron la curva de su cuello. La muchacha dejó caer la cabeza hacia atrás
disfrutando del hormigueo prohibido que sus besos le regalaban. La había
visitado cada madrugada, cada anochecer. Nunca se movió de su lado. Le había
hecho el amor apasionadamente en todos los rincones del viejo caserón, se
habían amado como fieles amantes durante tanto tiempo que le era imposible
recordar el día en el cual él apareció. Seven se fundió con el misterio y voló
hacia la lascivia esperando a una muerte, una muerte segura. Una muerte que
llegaba poco a poco, y perforaba hasta el alma, a través de las costillas.
Desgarrando piel, carne y sentimientos hasta dejar al desnudo un vacío negro,
negro cómo los orbes apagados que ya nunca volverían a iluminar aquel rostro
pálido, cansado e inerte que yacía bajo la manta de lana que su abuela había
tejido años atrás.
Era Seven Doherty, la huérfana y solitaria prostituta de las
afueras de Maine. Abandonada por sus padres, abandonada por la belleza, olvidada
por el cariño o la ternura de una mirada, alejada de todo rastro de humildad. Sangre
humana, huesos de animal y el olor a sexo mezclado con el de la muerte aún
presente en el ambiente. Susurros en la oscuridad que no se atrevían a ser
revelados a la luz del sol. Los policías murmuraban entre ellos mientras una
mujer de unos cincuenta años buscaba señales de violación entre los muslos de
la joven.
Él apretó los dientes, gruñendo silencioso, desde la cornisa
de la ventana del desván. Era suya. Como las otras doce anteriores. Rostros
idénticos, miradas perdidas, soledad como estandarte, de sonrisa fácil. El
mismo patrón. Todos eran conocedores de su identidad pero todo el mundo miraba
para otro lado, todo el mundo callaba y seguía con su rutina ignorando los
cuerpos apilados en las fosas comunes de su cementerio porque nadie quería
invocar a las sombras que moraban en casa de sus vecinos, nadie quería mirar a
la cara al sospechoso y señalarlo.
Todos quieren a alguien que pueden poseer y amar. Alguien
que esté ahí para ayudarte a recoger los pedazos cuando todo se desmorona.
Seven lo había llamado, esa muchacha había vendido su vida por una miserable
noche acompañada. Todo se volvió oscuro cuando quiso más. La satisfacción es
peligrosa.
Incluso para el diablo.
Escribir es viajar al país de los sentimientos, pensamiento y emociones. Siempre en movimiento.
ResponderEliminarC.